Hoy 11 de febrero se celebra el
Día Internacional de la Mujer y la Niña en la Ciencia. Dentro de unos días una
compañera de trabajo y yo pasaremos una par de horas con alumnos de quinto y
sexto de primaria explicándoles a qué nos dedicamos, por qué lo hacemos y qué
razones podemos dar a los niños, y sobre todo a las niñas, para que hagan una
carrera de ciencias, si es que así lo desean.
No creáis que es una tarea fácil.
Llevo varios días analizándome a mí misma, pensando dónde está la raíz de mi
amor por la ciencia con el fin de encontrar, al menos, la parte consciente;
porque todo amor tiene un componente irracional que no sabemos muy bien de dónde
ni por qué nace. En mi caso, creo que es una profunda necesidad de entender las
razones que subyacen a lo que veo, a lo que siento y a todo aquello que me
rodea. Aún recuerdo, siendo bien pequeña, desesperarme porque no entendía muy
bien por qué yo era yo y no otra persona. No me malinterpretéis, no es que
quisiera ser otra persona sino que buscaba encontrar donde exactamente residía
mi yo. Aunque puede parecer una cuestión más filosófica que científica, esta y
otras preguntas me ayudaron a comprender que lo que me apasionaba no era tanto
responder de manera fehaciente a la pregunta que me planteaba, sino el proceso
de búsqueda de respuestas. Creo que incluso entonces, con tan pocos años debía
tener una buena capacidad de tolerancia a la frustración, porque como ya supondréis,
nunca llegué a contestar a la mencionada pregunta, que aún de vez en cuando se
asoma para atacarme por la espalda.
Poco después, y con el fin de
analizar el patrón de alimentación de los pájaros en el frío invierno sueco,
preparé unos registros de toma de datos y establecí horarios de observación de
las criaturas, que ni se inmutaban ante la presencia de una pequeña al otro lado
de la ventana. Aún conservo estos registros y he de deciros que se parecen
sospechosamente a un cuaderno de laboratorio, con la firma de alguien que
hubiera comprobado los datos podrían hasta haber cumplido con la normativa de
calidad vigente hoy en día. Fuera de bromas, creo que fue la curiosidad, el
deseo incontrolable de comprender, lo que me hizo, aun siendo una voraz
consumidora de literatura, dedicarme a las ciencias.
Hoy tengo algún año más, y ya no
registro el número de veces que se acercan los pájaros a mi ventana, pero sigo
observando el mundo que me rodea con asombro, haciéndome preguntas y
encontrando respuestas en los lugares más insospechados, muchas veces incluso mientras
duermo. Y analizando cómo ha cambiado esa niña que miraba por la ventana
intentando comprender el universo veo la huella inconfundible que la ciencia ha
dejado en mí. La estructura de mi mente,
el mirar los problemas desde perspectivas distintas, el entender que todo
fracaso te enseña algo, la importancia de la rigurosidad en el día a día,
incluso, que no sabes aquello que no sabes explicar, todo esto me lo ha dado
en mayor o menor parte mi formación científica y contribuye a que yo sea quien
soy hoy.
Así que si tú que me estás
leyendo tienes cerca una niña que quiere ser científica dile, como les diré yo
en unos días a los niños y niñas del cole al que voy: “adelante, si es tu
elección no dejes que nada ni nadie te pare”. Es un viaje maravilloso, no sin
baches en el camino, pero para algunos la mejor manera de rellenar el hueco que
deja la curiosidad en nuestro interior.