El talento viene en muchos formatos,
como casi todo en esta vida; tiene variaciones en diversos tonos que hacen del
mundo un lugar plural. La combinación de diversidad en el talento, nuestra
capacidad para detectarlo en nosotros mismos y en los demás y por supuesto la
capacidad y posibilidad de desarrollar o no este talento son en gran medida
responsables de que el mundo sea tal y como lo conocemos hoy. A lo largo de
este blog hablaré mayoritariamente de mujeres que han desarrollado su talento
en una medida excepcional, que sobresalen de manera tan evidente que afectan a
un sector más grande que su entorno más próximo. Y aunque los grandes talentos son
deslumbrantes y frecuentemente admirados, no quiero olvidarme de los talentos
menos conocidos: los pequeños talentos individuales. Esos que pasan con
frecuencia desapercibidos para la gran mayoría, pero que afectan de manera muy
significativa al entorno en el que viven y que son responsables de gran parte
de lo bueno que hay en este mundo. Hoy quiero hablaros de uno de esos talentos,
desconocidos para la gran mayoría, pero tremendamente especial para mí porque tuve
la suerte de vivirlo de cerca.
Carmen Vázquez-Prada nació y pasó
su infancia en el norte de España. Tuvo una relación muy especial con su padre,
Ricardo Vázquez-Prada, que era periodista y escritor. La educaron a la manera
tradicional, entre niñeras y la presencia diaria pero limitada de sus padres,
en un entorno católico practicante. Siempre hablaba con mucha ternura de una
las chicas que la cuidó, Paz, a la que quería como a una segunda madre. También
hablaba con adoración de su padre. Contaba con una sonrisa en los labios que no
había noche que no pasara con el periódico recién impreso bajo el brazo, a
darle un beso de buenas noches tras volver de la redacción. Se casó jovencita y
tuvo cuatro hijos. Poco después de que nacieran sus hijos se trasladó con su
familia, primero a México y después a Suecia. Como tantas madres de los 70, no
trabajaba fuera de casa y se dedicaba a cuidar de su familia.
El talento de mi madre era la
educación. Su talento a la hora de educarnos para convertirnos en personas responsables era innovador, tremendamente
creativo y le salía de dentro, nadie se lo enseñó. En esta ocasión al hablar de
educación no me refiero tanto a la educación para el conocimiento, creo que el
amor por el saber en mi familia se lo debemos a mi padre, sino a la
construcción de personas, y esta es fruto del excelente trabajo de mi madre.
Aún recuerdo a mi hermano mayo
gritando en la cocina de casa con apenas 10 años, “¿mamá, por favor, me puedes
decir a qué hora subo del jardín?” “a la hora que tu consideres”, contestaba
tranquilamente mi madre sin levantar mínimamente la voz. “Pero, ¿no me puedes
decir una hora?” insistía mi hermano. “No” contestaba mi madre, “tú sabes
cuándo debes estar en casa”, la verdad, no recuerdo si mi hermano tenía reloj.
Mi madre era distinta a todas las
madres que yo conocía, se enfadaba poco, nunca jamás nos decía que estudiáramos
y sobretodo siempre nos trataba con un respeto exquisito, casi casi como si sus
hijos fuéramos sus iguales desde el mismísimo momento en que nacimos. Nunca
sentí ser menos importante por tener menos edad, ni que mi criterio fuera menos
digno de ser escuchado por no ser aún adulta. Y, no me malinterpretéis, no
hablo de libertinaje. Ser sus iguales quería decir que se nos consideraba, no
que pudiéramos hacer lo que nos diera la gana, en casa había normas no escritas
que había que respetar y si no se respetaban recibías el mayor castigo, haber
decepcionado a tu madre. Racionalizando el método de mí madre creo que tenía
tres máximas: a) los hechos tienen consecuencias, o decide tu qué quieres hacer pero más te vale
elegir bien porque tú tienes que vivir con tus decisiones; b) tus libertades
terminan donde empiezan las de los demás, ésta la decía literalmente, y
traducida quiere decir busca aquello que te hace feliz, lo que te gusta y
hazlo, no dejes de tener experiencias pero ten en cuenta que lo que tú haces no
puede limitar lo que pueden hacer los demás; c) respeto, respeto y respeto, a
ti mismo y sobre todo a los demás y mejor si el respeto va regado de empatía.
Si miro atrás e intento recordar,
hay muchas cosas que se me escapan, que no logro comprender en su esencia.
Creedme cuando os digo que cualquier intento de implementar los métodos de mi
madre en la educación de mis hijos me conduce inequívocamente a comprobar que
yo no soy mi madre. Y ha sido criar a mis hijos en ausencia de mi madre lo que
me ha hecho comprender el talento de mi madre en toda su extensión. Era una
persona con un tremendo sentido común y con una comprensión fuera de este mundo
de lo que constituye en esencia una persona. Consiguió que todos creyéramos en
nosotros mismos, que pudiéramos desarrollar nuestro potencial hasta donde
nosotros quisimos y que esa decisión fuera nuestra; nos hizo responsables,
consecuentes y generosos y todo ello aparentemente sin esfuerzo, sin levantar
mínimamente la voz. Nos dejó volar libres sin que dudáramos por ningún momento
que teníamos un nido al que retornar en el que sentirnos seguros.
Mi madre representa mejor que
nadie el talento de las pequeñas cosas, al menos lo hace en mi universo; era
una educadora incansable dedicada a hacer de sus hijos simplemente buenas
personas. Y aunque sean los grandes talentos los que hacen avanzar a la
humanidad, son los pequeños talentos los que sostienen el mundo. Es su quehacer
diario, honesto, sincero y constante el que hace que el mundo funcione. A estas
personas que han encontrado su talento también las conocemos todos, al igual
que como decía el otro día conocemos a quien se aprovecha del trabajo ajeno. Es
nuestro deber resaltar el trabajo de los talentos anónimos, que se vea más, que
haga más que la desidia del que no busca en su interior su particular talento y
lo saca a la luz para repartir el peso de sostener el mundo entre uno más.
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