sábado, 1 de agosto de 2015

El talento en lo cotidiano



El talento viene en muchos formatos, como casi todo en esta vida; tiene variaciones en diversos tonos que hacen del mundo un lugar plural. La combinación de diversidad en el talento, nuestra capacidad para detectarlo en nosotros mismos y en los demás y por supuesto la capacidad y posibilidad de desarrollar o no este talento son en gran medida responsables de que el mundo sea tal y como lo conocemos hoy. A lo largo de este blog hablaré mayoritariamente de mujeres que han desarrollado su talento en una medida excepcional, que sobresalen de manera tan evidente que afectan a un sector más grande que su entorno más próximo. Y aunque los grandes talentos son deslumbrantes y frecuentemente admirados, no quiero olvidarme de los talentos menos conocidos: los pequeños talentos individuales. Esos que pasan con frecuencia desapercibidos para la gran mayoría, pero que afectan de manera muy significativa al entorno en el que viven y que son responsables de gran parte de lo bueno que hay en este mundo. Hoy quiero hablaros de uno de esos talentos, desconocidos para la gran mayoría, pero tremendamente especial para mí porque tuve la suerte de vivirlo de cerca.
Carmen Vázquez-Prada nació y pasó su infancia en el norte de España. Tuvo una relación muy especial con su padre, Ricardo Vázquez-Prada, que era periodista y escritor. La educaron a la manera tradicional, entre niñeras y la presencia diaria pero limitada de sus padres, en un entorno católico practicante. Siempre hablaba con mucha ternura de una las chicas que la cuidó, Paz, a la que quería como a una segunda madre. También hablaba con adoración de su padre. Contaba con una sonrisa en los labios que no había noche que no pasara con el periódico recién impreso bajo el brazo, a darle un beso de buenas noches tras volver de la redacción. Se casó jovencita y tuvo cuatro hijos. Poco después de que nacieran sus hijos se trasladó con su familia, primero a México y después a Suecia. Como tantas madres de los 70, no trabajaba fuera de casa y se dedicaba a cuidar de su familia.
El talento de mi madre era la educación. Su talento a la hora de educarnos para convertirnos en  personas responsables era innovador, tremendamente creativo y le salía de dentro, nadie se lo enseñó. En esta ocasión al hablar de educación no me refiero tanto a la educación para el conocimiento, creo que el amor por el saber en mi familia se lo debemos a mi padre, sino a la construcción de personas, y esta es fruto del excelente trabajo de mi madre.
Aún recuerdo a mi hermano mayo gritando en la cocina de casa con apenas 10 años, “¿mamá, por favor, me puedes decir a qué hora subo del jardín?” “a la hora que tu consideres”, contestaba tranquilamente mi madre sin levantar mínimamente la voz. “Pero, ¿no me puedes decir una hora?” insistía mi hermano. “No” contestaba mi madre, “tú sabes cuándo debes estar en casa”, la verdad, no recuerdo si mi hermano tenía reloj.
Mi madre era distinta a todas las madres que yo conocía, se enfadaba poco, nunca jamás nos decía que estudiáramos y sobretodo siempre nos trataba con un respeto exquisito, casi casi como si sus hijos fuéramos sus iguales desde el mismísimo momento en que nacimos. Nunca sentí ser menos importante por tener menos edad, ni que mi criterio fuera menos digno de ser escuchado por no ser aún adulta. Y, no me malinterpretéis, no hablo de libertinaje. Ser sus iguales quería decir que se nos consideraba, no que pudiéramos hacer lo que nos diera la gana, en casa había normas no escritas que había que respetar y si no se respetaban recibías el mayor castigo, haber decepcionado a tu madre. Racionalizando el método de mí madre creo que tenía tres máximas: a) los hechos tienen consecuencias, o  decide tu qué quieres hacer pero más te vale elegir bien porque tú tienes que vivir con tus decisiones; b) tus libertades terminan donde empiezan las de los demás, ésta la decía literalmente, y traducida quiere decir busca aquello que te hace feliz, lo que te gusta y hazlo, no dejes de tener experiencias pero ten en cuenta que lo que tú haces no puede limitar lo que pueden hacer los demás; c) respeto, respeto y respeto, a ti mismo y sobre todo a los demás y mejor si el respeto va regado de empatía.
Si miro atrás e intento recordar, hay muchas cosas que se me escapan, que no logro comprender en su esencia. Creedme cuando os digo que cualquier intento de implementar los métodos de mi madre en la educación de mis hijos me conduce inequívocamente a comprobar que yo no soy mi madre. Y ha sido criar a mis hijos en ausencia de mi madre lo que me ha hecho comprender el talento de mi madre en toda su extensión. Era una persona con un tremendo sentido común y con una comprensión fuera de este mundo de lo que constituye en esencia una persona. Consiguió que todos creyéramos en nosotros mismos, que pudiéramos desarrollar nuestro potencial hasta donde nosotros quisimos y que esa decisión fuera nuestra; nos hizo responsables, consecuentes y generosos y todo ello aparentemente sin esfuerzo, sin levantar mínimamente la voz. Nos dejó volar libres sin que dudáramos por ningún momento que teníamos un nido al que retornar en el que sentirnos seguros.
Mi madre representa mejor que nadie el talento de las pequeñas cosas, al menos lo hace en mi universo; era una educadora incansable dedicada a hacer de sus hijos simplemente buenas personas. Y aunque sean los grandes talentos los que hacen avanzar a la humanidad, son los pequeños talentos los que sostienen el mundo. Es su quehacer diario, honesto, sincero y constante el que hace que el mundo funcione. A estas personas que han encontrado su talento también las conocemos todos, al igual que como decía el otro día conocemos a quien se aprovecha del trabajo ajeno. Es nuestro deber resaltar el trabajo de los talentos anónimos, que se vea más, que haga más que la desidia del que no busca en su interior su particular talento y lo saca a la luz para repartir el peso de sostener el mundo entre uno más.  

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